domingo, junio 22, 2025

El Hombre y el Monte Abierto: Un Relato de Raíces y Deseos

 Cuento corto por Fernando Pequeño

El sol de las siete de la tarde se desdibujaba en el horizonte, tiñendo el aire de un púrpura melancólico. Mis botas levantaban polvo en el sendero recién abierto, el mismo que, hacía casi un año, había comenzado a limpiar con la idea de una chanchería. Un año. Y la palabra resonaba en mi pecho como un eco vacío: arraigo. Me costaba tanto echar raíces aquí. Este lugar, la tierra que amaba y donde había crecido, me seguía resultando ajena, un lienzo vasto donde mis trazos apenas se delineaban. ¿Cómo era posible? Si la sentía tan mía, tan parte de mi historia.

Viejo guayacán desvanecido en la laguna de Los Pozos

Desde la represa, el ladrido juguetón de Malko me trajo de vuelta. Se zambullía en el agua helada del invierno que, caprichosamente, se inauguraba ese día. Su cuerpo dorado, chapoteando y emergiendo con la vitalidad cruda de lo salvaje, era un espejo. En ese instante, su presencia era la mía. ¿Acaso no buscaba yo también sumergirme, no en el agua, sino en esta tierra, y emerger renovado, más auténtico? Era como si Malko me señalara un camino, una forma de masculinidad más conectada con lo instintivo, lejos de los moldes que alguna vez me habían oprimido. Como las pequeñas ventosas de alguna criatura marina, sentía cómo intentaba desplegarme, aferrarme a cada terrón, a cada hoja, buscando esa conexión que se me escapaba. Había crecido aquí, sí, pero siendo "tan diferente", y esa diferencia, ese desajuste, era la cicatriz que aún me definía.


La Urdimbre de un Deseo Colectivo

El recuerdo de Pacha Kanchay irrumpió como un bálsamo. Las voces, las miradas encendidas. Habíamos estado allí, un puñado de almas, tejiendo sueños colectivos. Hablamos de construir otra sociedad, con otras reglas, otros valores. No era solo un anhelo político; era un deseo de trascender, de que algo de nosotros, de nuestra visión, perdurara más allá de nuestras vidas. La palabra "construir" vibraba en el aire, una pulsión que iba más allá de la razón.

Eliana Alzogaray, con sus ojos llenos de luz, lo había expresado con una emoción que me conmovió hasta las lágrimas. Su llanto, que era también el mío, no era de tristeza, sino de profunda conexión, de reconocimiento. Ella, hundiendo sus "mismas raíces" que las mías en esta tierra, sentía la misma tensión que nos habitaba. Esa tensión central entre la parálisis de una herida profunda —la neoliberal, la sojista, la extractivista, esa que había devastado el paisaje y el alma colectiva— y la ilusión, la esperanza de una sociedad anterior, más justa, que había pujado con fuerza antes de ser derrocada.

En ese llanto compartido, en esa vulnerabilidad mostrada, sentí cómo mi propia concepción de la masculinidad se expandía. No era una fortaleza inexpugnable, sino una capacidad de sentir, de emocionarse con otros, de construir en colectivo. La herida neoliberal no era solo una abstracción económica; era una marca en el alma, una que había fragmentado identidades, había erosionado la capacidad de arraigo. Y nuestra "otra mirada" era la respuesta, una forma de resistencia que se construía desde lo más íntimo de nuestro ser.


El Monte Como Espejo del Alma

Caminé un poco más, y mi vista se perdió en el monte que permanecía abierto. Carlos y yo habíamos hecho un trabajo enorme, despejando, liberando. Y allí estaba, respirando. La senda del Mollar, a pesar de las lluvias implacables que intentaban cerrarla, se mantenía ahí, un camino persistente, forjado por el tránsito y el uso. Esa senda, esa abertura que el monte hacía "para uno", no era solo un camino físico. Era un sendero hacia mí mismo.

Sentí cómo el valor de esa abertura se enredaba en mi propia identidad. Era una invitación, una promesa. Como si el monte, con su gesto de apertura, me invitara a abrirme también, a liberar lo que estaba oprimido. De pronto, me sentí uno con este monte abierto. Y fue entonces cuando la complejidad de esa imagen me golpeó. "Quizás herido, quizás penetrado, un poco forzado", musité. Estas palabras no solo describían el paisaje agredido por la mano humana o las fuerzas naturales. Resonaban, en un eco profundo, con mi propia subjetividad masculina.

¿Acaso yo también me sentía, a veces, herido por las expectativas, penetrado por discursos ajenos, un poco forzado a ser quien no quería ser? Pero la frase clave llegó después, como un bálsamo, como una revelación: "pero que me aloja, me aloja, me aloja". El monte, en su vulnerabilidad, en su apertura forzada, se convertía en un refugio, un lugar de acogida. Y esa capacidad de ser alojado, de permitir que el entorno me penetrara sin que me desintegrara, era la verdadera fortaleza que buscaba en mi construcción de masculinidad. Era la aceptación de la permeabilidad, de la capacidad de ser afectado, como un signo de vida, no de debilidad.

Aún así, la dificultad persistía: "Y cuánto me cuesta adentrarme en él." Habitarlo no era solo limpiar un terreno; era sumergirme en sus complejidades, en sus contradicciones, en sus heridas y en las mías. Pero el deseo era más fuerte que la dificultad. "Pero cada día de mi vida es una apuesta por intentarlo." Y en esa frase final, se condensaba la pulsión de vida, la resiliencia del deseo. Era la afirmación de que la construcción de la identidad, especialmente de una masculinidad más auténtica y conectada, es un proceso continuo, una apuesta diaria por habitar el propio ser, tan vasto, tan abierto y tan complejo como el monte mismo.

viernes, junio 20, 2025

Y en la oscuridad Andrés entendió que la paz no era solo la ausencia de tensión, sino la presencia de completud y contención

Cuento corto erótico

El eco de las últimas palabras, "eso se llama amor también", resonaba en la cabeza de Andrés como un mantra recién descubierto. Había entrado al cine con el alma revuelta, una taquicardia persistente, la misma ansiedad que le dejaba el vacío de las redes sociales. Se preguntaba sobre esa vieja dicotomía entre el cuerpo y el espíritu, la relajación muscular y la paz mental, como si fueran dos ríos que jamás se cruzarían. Pero esa noche, en la penumbra de la sala, algo se había revelado.


La Anatomía de la Paz en la Oscuridad

Su primera experiencia fue con un flaco de facciones perfectas, un afecto que se sentía en la suavidad de sus caricias, en la forma en que se entregaba. No fue solo la descarga, ni la saciedad física; fue el momento en que, con un hilo de voz, se atrevió a preguntar: "¿Me podés dar leche?". Y la respuesta, un simple "sí", pero cargado de un mundo de contención y reconocimiento. El chico se movió con un cuidado que Andrés no esperaba, se preparó, le ofreció su intimidad con una delicadeza que trascendía el acto. Fue un "impacto con la completud", una paz mental tan profunda que disipó la angustia con la que había llegado. En ese instante, en esa verbalización de un deseo y la correspondencia del otro, la relajación muscular y la paz mental no eran caminos diferentes; eran el mismo sendero hacia una sensación de integración que lo había eludido por tanto tiempo. La soledad, sin embargo, lo esperaba al final del encuentro, un cinturón ajustado en una cintura delgada que se alejaba, dejando el anhelo de una conversación pendiente, un "por qué tienen que pasar estas cosas" flotando en el aire.

Luego, Javi. Él lo encontró en la oscuridad, en una danza mutua de deseo. Andrés lo descubrió hermoso no solo con los ojos, sino con las manos, con la boca. Se arrodilló, se entregó, y de nuevo, la pregunta. "¿Podía tomarle leche?". Y otra vez, ese "sí" que resonó como una campana de validación. Fue la palabra, el deseo verbalizado y correspondido, lo que lo completó, lo que bajó la tensión mental a una quietud total. No era solo la pulsión oral, era la presencia del sujeto que lo contenía con su respuesta, quien lo veía y lo reconocía.

 

La Fragilidad de la Masculinidad Deseante

Andrés comprendía que la masculinidad que buscaba no era la del macho agresivo y "brutal en su rechazo" que había encontrado antes, ese que respondía con "qué mirás, hermano". Tampoco era la del hombre que solo busca la descarga anónima. La masculinidad "completa" y "deseante" que empezaba a vislumbrar se construía en la capacidad de comunicar un deseo, de ser vulnerable al pedir, de permitirse ser contenido y correspondido.

El contraste con la experiencia de Grindr era abismal. Allí, la "ilusión" de un encuentro se desvanecía en el "vacío" de la obsesión ajena, en el constante "pase el que sigue". La pantalla era una barrera, no un puente. No había espacio para la palabra que contiene, para el reconocimiento que pacifica. Solo ansiedad y soledad en espirales.

El miedo a la vulnerabilidad, a la que el rechazo podía exponerlo, era inmenso. Si les dijera a Alejandro o Francisco, sus vecinos de miradas intensas y diálogos emotivos, lo que sentía, ¿sería un rechazo homofóbico? Es una posibilidad, claro. La homofobia, arraigada en las construcciones sociales de masculinidad y deseo, a menudo se manifiesta como una agresión que busca invalidar al otro por su orientación sexual. Un "no" así dolería, sin duda, porque apuntaría no solo al deseo, sino a la esencia de quién es.

Pero Andrés empezaba a entender que no todo rechazo es necesariamente homofóbico, y que incluso en el rechazo hay una oportunidad para el crecimiento. Un "no" podría ser simplemente una falta de coincidencia en el deseo, una realidad dolorosa pero sin la carga de la discriminación. La verdadera liberación no estaba en evitar el rechazo, sino en sentirse autorizado a manifestar su deseo y sus sentimientos, independientemente de la respuesta. Ese era el verdadero trabajo de una masculinidad que se quería completa: no huir de la vulnerabilidad, sino abrazarla como el precio de la conexión. Porque, como había descubierto, la paz no era solo la ausencia de tensión, sino la presencia de completud y contención, un equilibrio que solo se hallaba en el puente entre su deseo y el reconocimiento del otro. Y, al fin, sabía que ese puente, aunque temblara, valía la pena construirlo.


¿Qué sensación te deja esta historia sobre el camino que estás transitando?


martes, junio 17, 2025

Regreso de la conmemoración de Güemes en Lumbreras: reflexiones sobre pertenencia y mirada crítica

 Acabo de participar en el ritual de conmemoración del héroe gaucho Güemes en Lumbreras, un evento que se extendió desde las 10 de la mañana hasta las 2 de la tarde. Fue una experiencia intensa, que hoy sintetizo en dos sensaciones: la pertenencia y el asombro ante lo inconmensurable de las relaciones humanas, incluso en comunidades pequeñas. Me fascina descubrir este mundo como un recién llegado, sintiendo que formo parte de él mientras aprendo sus códigos.


Almuerzo en la Casa Juérez. Lumbreras, después del desfile. 


En la casa del gaucho Juárez, compartí mesa con Díaz, amigo de mi padre, quien me hizo reflexionar sobre la dualidad de estas tradiciones: vistas desde fuera, parecen pintorescas y románticas; pero desde dentro, revelan una complejidad emocional y social que las trasciende. Quizás lo más valioso de mi posición sea precisamente ese estar en el límite: no del todo dentro, pero tampoco fuera, permitiéndome transitar entre ambas perspectivas.

Esto me remite a la mirada de Gayatri Spivak sobre los imperialismos hegemónicos: la importancia de cuestionar las narrativas dominantes incluso al participar en lo local. Hoy, más que respuestas, me llevo preguntas sobre identidad, tradición y los matices de la pertenencia.