Cuento corto por Fernando Pequeño
El sol de las siete de la tarde se desdibujaba en el horizonte, tiñendo el aire de un púrpura melancólico. Mis botas levantaban polvo en el sendero recién abierto, el mismo que, hacía casi un año, había comenzado a limpiar con la idea de una chanchería. Un año. Y la palabra resonaba en mi pecho como un eco vacío: arraigo. Me costaba tanto echar raíces aquí. Este lugar, la tierra que amaba y donde había crecido, me seguía resultando ajena, un lienzo vasto donde mis trazos apenas se delineaban. ¿Cómo era posible? Si la sentía tan mía, tan parte de mi historia.
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Viejo guayacán desvanecido en la laguna de Los Pozos |
Desde la represa, el ladrido juguetón de Malko me trajo de vuelta. Se zambullía en el agua helada del invierno que, caprichosamente, se inauguraba ese día. Su cuerpo dorado, chapoteando y emergiendo con la vitalidad cruda de lo salvaje, era un espejo. En ese instante, su presencia era la mía. ¿Acaso no buscaba yo también sumergirme, no en el agua, sino en esta tierra, y emerger renovado, más auténtico? Era como si Malko me señalara un camino, una forma de masculinidad más conectada con lo instintivo, lejos de los moldes que alguna vez me habían oprimido. Como las pequeñas ventosas de alguna criatura marina, sentía cómo intentaba desplegarme, aferrarme a cada terrón, a cada hoja, buscando esa conexión que se me escapaba. Había crecido aquí, sí, pero siendo "tan diferente", y esa diferencia, ese desajuste, era la cicatriz que aún me definía.
La Urdimbre de un Deseo Colectivo
El recuerdo de Pacha Kanchay irrumpió como un
bálsamo. Las voces, las miradas encendidas. Habíamos estado allí, un puñado de
almas, tejiendo sueños colectivos. Hablamos de construir otra sociedad, con
otras reglas, otros valores. No era solo un anhelo político; era un deseo de
trascender, de que algo de nosotros, de nuestra visión, perdurara más allá
de nuestras vidas. La palabra "construir" vibraba en el aire, una
pulsión que iba más allá de la razón.
Eliana Alzogaray, con sus ojos llenos de luz, lo había
expresado con una emoción que me conmovió hasta las lágrimas. Su llanto, que
era también el mío, no era de tristeza, sino de profunda conexión, de
reconocimiento. Ella, hundiendo sus "mismas raíces" que las mías en
esta tierra, sentía la misma tensión que nos habitaba. Esa tensión central
entre la parálisis de una herida profunda —la neoliberal, la sojista, la
extractivista, esa que había devastado el paisaje y el alma colectiva— y la ilusión,
la esperanza de una sociedad anterior, más justa, que había pujado con
fuerza antes de ser derrocada.
En ese llanto compartido, en esa vulnerabilidad mostrada,
sentí cómo mi propia concepción de la masculinidad se expandía. No era
una fortaleza inexpugnable, sino una capacidad de sentir, de emocionarse con
otros, de construir en colectivo. La herida neoliberal no era solo una
abstracción económica; era una marca en el alma, una que había fragmentado
identidades, había erosionado la capacidad de arraigo. Y nuestra "otra
mirada" era la respuesta, una forma de resistencia que se construía desde
lo más íntimo de nuestro ser.
El Monte Como Espejo del Alma
Caminé un poco más, y mi vista se perdió en el monte que
permanecía abierto. Carlos y yo habíamos hecho un trabajo enorme,
despejando, liberando. Y allí estaba, respirando. La senda del Mollar, a
pesar de las lluvias implacables que intentaban cerrarla, se mantenía ahí, un
camino persistente, forjado por el tránsito y el uso. Esa senda, esa abertura
que el monte hacía "para uno", no era solo un camino físico. Era
un sendero hacia mí mismo.
Sentí cómo el valor de esa abertura se enredaba en mi propia
identidad. Era una invitación, una promesa. Como si el monte, con su
gesto de apertura, me invitara a abrirme también, a liberar lo que
estaba oprimido. De pronto, me sentí uno con este monte abierto. Y fue
entonces cuando la complejidad de esa imagen me golpeó. "Quizás herido,
quizás penetrado, un poco forzado", musité. Estas palabras no solo
describían el paisaje agredido por la mano humana o las fuerzas naturales.
Resonaban, en un eco profundo, con mi propia subjetividad masculina.
¿Acaso yo también me sentía, a veces, herido por las
expectativas, penetrado por discursos ajenos, un poco forzado a
ser quien no quería ser? Pero la frase clave llegó después, como un bálsamo,
como una revelación: "pero que me aloja, me aloja, me aloja".
El monte, en su vulnerabilidad, en su apertura forzada, se convertía en un
refugio, un lugar de acogida. Y esa capacidad de ser alojado, de permitir que
el entorno me penetrara sin que me desintegrara, era la verdadera fortaleza
que buscaba en mi construcción de masculinidad. Era la aceptación de la permeabilidad,
de la capacidad de ser afectado, como un signo de vida, no de debilidad.
Aún así, la dificultad persistía: "Y cuánto me cuesta
adentrarme en él." Habitarlo no era solo limpiar un terreno; era
sumergirme en sus complejidades, en sus contradicciones, en sus heridas y en
las mías. Pero el deseo era más fuerte que la dificultad. "Pero cada día
de mi vida es una apuesta por intentarlo." Y en esa frase final, se
condensaba la pulsión de vida, la resiliencia del deseo. Era la
afirmación de que la construcción de la identidad, especialmente de una
masculinidad más auténtica y conectada, es un proceso continuo, una apuesta
diaria por habitar el propio ser, tan vasto, tan abierto y tan complejo como el
monte mismo.
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