martes, mayo 13, 2025

Un monte que en silencio pide ser parte del futuro

 

Después de muchos meses sin vernos, volví a encontrarme con Fernando. La conversación fluyó con la naturalidad de quienes se conocen desde hace años, con café de por medio y el monte como telón de fondo, aún sin estar ahí. Hablamos de todo un poco, desde lo cotidiano hasta lo profundo: nuestras mascotas, los cambios familiares, y sobre todo, el futuro incierto y prometedor de mi finca cerca del Parque Nacional El Rey.

Imagen por IA generativa Gemini

Recordamos a perros que ya no están, como el “Cambá” de Fernando que se murió un día de calor sofocante, mientras corrían por el cerro. O el padre de “Cambá” de Roberto en la finca, que lo mató un camión en la ruta. Hoy nuestros perros actuales —Choco, con sus 11 años, y la Sacha de Fernando, aún más vieja— nos hacen pensar en el paso del tiempo. Mencioné que quiero conseguir un Setter para que haga compañía a Malko, y hablamos de los desafíos de tener perros de pelo largo en el monte, donde las garrapatas no perdonan. Nos reímos al recordar cómo, gracias a las pipetas, las vemos caer muertas.

La charla derivó hacia un tema más serio: la convivencia difícil entre perros y fauna silvestre o ganado. Le conté que Malko y Choco se han vuelto "muy malos" y los tengo que dejar atados en la galería de la casa en Los Pozos. Recordé que los perros del “Rana” y el hecho trágico de que el mismo “rana” los tuvo que ahorcar por matar terneros, y cómo ahora ata a sus perros jóvenes por miedo a que repitan la historia. ¿Por qué atacan si no les falta comida? Tal vez sea el instinto de caza en grupo. Tal vez sea algo más.

Hablamos también de los atropellos de fauna en la ruta 5. Le conté que casi piso una víbora, y él mencionó asociaciones que buscan concientizar a los conductores. Ambos coincidimos en que muchas veces no hay tiempo de reaccionar, y que la cantidad de animales muertos —gatos, zorros, serpientes— es alarmante.

La conversación finalmente llegó a lo que más me ocupa estos días: el futuro de la finca. Le conté a Fernando que, gracias a lo que ingreso por alquileres, puedo viajar cuatro veces al mes, aunque el precio de la nafta aprieta. Esa frecuencia me permite estar, disfrutar, cuidar. Pero la propiedad está atravesada por tensiones familiares. Mi madre, por ejemplo, no quiere que quede todo en mis manos. Teme que yo eche a quienes viven allí. Sin embargo, le expliqué que mi interés no es en la casa principal ni en toda la propiedad, sino en una unidad ecológica de 60 a 70 hectáreas en Los Pozos, desde la represa hasta la loma. Quiero asegurarme de que esa parte no se venda si el resto (más de 3000 hectáreas) se divide.

Mi madre entiende la lógica, pero prefiere que todo quede a su nombre por ahora, con un acuerdo firmado que garantice la herencia. Mi hermano, por su parte, no tiene una visión a largo plazo para la tierra. Yo sí.

Vivir en El Mollar no es lo mismo que vivir en Los Pozos. Este último lugar, aunque más difícil de habitar hoy, es el corazón de mi visión. Sueño con transformar esa unidad en un ejemplo de producción regenerativa, con cabañitas, observación de aves y actividades de turismo de naturaleza. A mi madre, esa idea la horroriza. Por eso por ahora proyecto desde El Mollar, pero quiero asegurar Los Pozos.

No tengo capital inmediato para construir, pero estoy convencido de que el valor está en el monte en pie, no en la madera cortada. Planeo construir de a poco, con recursos locales y creando un flujo económico basado en recibir visitantes. Y no solo turistas: estudiantes universitarios también. No aportan dinero directamente, pero sí posicionamiento y relaciones. Quiero firmar convenios con universidades como la UNSa, que puedan cubrir nafta, comida, luz, internet. Sé que existen fondos de extensión o becas que podrían hacerlo viable.

Cuando se hizo tarde, le dije a Fernando que tenía que irme a Los Pozos antes de que me agarre el cansancio. Nos despedimos. Se llevó los papeles impresos con el borrador del proyecto del Curso de Conservación.

Así terminamos una charla que no fue solo una puesta al día, sino un espejo de todo lo que está en juego: la tierra, la memoria, los vínculos familiares, los sueños posibles y el monte que, aún en silencio, pide ser parte del futuro.


Conservar desde el territorio: una propuesta que nace en el monte

Hace unos días me encontré con Fernando del Moral después de mucho tiempo. Charlamos largo y tendido en el bar Alta Región. Fue una de esas conversaciones que empiezan por lo concreto —el trabajo en la finca— pero terminan abriendo caminos inesperados. Entre mates, papeles y anotaciones sueltas, fuimos armando una propuesta que ahora quiero compartir: un curso de conservación ambiental pensado desde y para el territorio.

Generada con IA Gemini

Todo empezó con un chancho del monte

La chispa fue una anécdota: personal de Vialidad había matado un chancho del monte. Un hecho que, aunque parezca menor, me dejó pensando. ¿Qué pasaría si diseñáramos un curso de formación para ese tipo de trabajadores? ¿Un espacio donde pensar colectivamente la conservación, el monte, la vida que habita estos territorios?

Esa primera idea se fue ampliando rápidamente. No sólo Vialidad: también técnicos, docentes, funcionarios municipales, estudiantes, jóvenes, militantes, cualquiera que quiera pensar y hacer desde una mirada ambiental crítica. La única exclusión que nos pareció razonable: los académicos “consagrados”, demasiado atados a sus propias lógicas.

Una propuesta crítica, integral y política

Queremos un curso que no sea “neutro”. Que tome posición, que reconozca la complejidad de los conflictos socioambientales, que entienda que conservar también es una forma de intervenir políticamente. Apostamos a una mirada transdisciplinaria, que articule la antropología ambiental, la ecología política, la justicia ambiental, la biología basada en evidencia y el derecho.

Nos interesa que quienes participen del curso no salgan con certezas técnicas, sino con preguntas profundas y herramientas para pensar desde sus propios territorios.

Cuatro unidades, un enfoque inductivo

Estructuramos el curso en cuatro módulos principales:

1. Políticas de conservación y antropología ambiental

Una introducción general que repasa conceptos clave, marcos institucionales, y propone una mirada crítica sobre cómo se construyen las áreas protegidas y cómo se viven desde lo local.

2. Conflictos socioambientales y derechos humanos

Analizamos cómo surgen estos conflictos, qué derechos están en juego, y cómo se gestionan. Nos interesa especialmente pensar en la participación ciudadana y el rol de las comunidades subalternas (sin exotismos).

3. Derecho animal y ética ambiental

Reflexionamos sobre nuestra relación con los animales y la naturaleza. Hablamos de bienestar, de derechos, de nuevas formas de legislar que no sean exclusivamente humanas. Y lo vinculamos con temas concretos como los perros o caballos sueltos.

4. Desarrollo local y gestión ambiental

Volvemos sobre las áreas protegidas, pero desde la perspectiva del desarrollo local y las políticas públicas. La idea es cerrar con una actividad práctica: que cada participante proponga un pequeño proyecto de intervención en su entorno.

Metodología

Queremos que sea un curso vivo. Empezar por casos reales, no por teoría. Usar videos, materiales accesibles, lecturas previas. Hacer charlas breves (máximo 20 minutos), abrir el debate, discutir artículos. La idea es que el aula —sea presencial o virtual— se vuelva un espacio de encuentro.

Pensar en grande, actuar en red

Hablamos de difundirlo a través de la plataforma Comfauna, de invitar a organizaciones civiles, de buscar apoyo de municipios como Las Lajitas, o incluso escalar la propuesta a otras provincias. También discutimos que el curso no debe ser gratuito: no sólo por la necesidad de cubrir costos, sino para darle valor al trabajo que implica. No se trata de regalar saberes, sino de construirlos colectivamente con responsabilidad.

Ciencia desde abajo: eDNA y nuevas posibilidades

En medio de todo esto surgió también una idea que nos entusiasma: impulsar un proyecto de investigación sobre secuenciación genética masiva (eDNA) para identificar biodiversidad a partir de muestras ambientales. Hasta donde sabemos, en Salta esto todavía no se ha hecho. Podría abrir nuevas líneas de acción —y de diálogo— con actores estretégicos.

Críticas al mundo académico (y una pequeña victoria)

No faltaron las críticas a ciertas prácticas académicas: papers que no se devuelven al territorio, promesas de publicaciones que nunca llegan, fondos de proyectos que se esfuman en viáticos y gastos personales. Todo eso lo conocemos bien. Pero también reconocemos que el vínculo institucional puede ser útil si no se le pide más de lo que puede dar.

Yo mismo conté cómo logré colarme en un evento académico de la conservación. Llevé un tema disruptivo —“varones del campo”— que desentonaba con el resto, pero que logró visibilidad. A veces, hay que jugar esas cartas.

Hacer con otros

La charla con Fernando me dejó muchas ideas dando vueltas, pero sobre todo, me renovó las ganas de hacer con otros. Porque si algo nos quedó claro es esto: no alcanza con pensar bien. Hay que ensuciarse las manos. Hay que actuar desde el territorio. Y hay que hacerlo en compañía.


miércoles, mayo 07, 2025

Cena en Pacha Kanchay

Junto a Marian Casares y su esposo compartimos una cena en Pacha Kanchay. La apuesta a la mejora del sabor de los sándwiches de milanesas provistos por quienes trabajan en el comedor en el cruce de Lumbreras fue el motivo para juntarnos a intercambiar ideas sobre el momento actual de la región y nuestras vidas ahí. 

La mesa redonda en Pacha Kanchay

Sentados los tres a la mesa redonda del gran espacio único que integra varias funcionalidades, abordamos durante la hora y media que duró la cena, una diversidad de temas que giran en torno a la vida, el trabajo, los desafíos y las complejidades de vivir y operar fincas en una zona rural, así como nuestras perspectivas personales y políticas.


domingo, mayo 04, 2025

El Viaje del Cartógrafo del Deseo Escindido

(Cuento)

Había un hombre que sentía el tiempo como capas geológicas bajo la piel. Regresó al Dique, un viejo conocido donde el agua guardaba ecos de risas pasadas y la piedra recordaba abrazos olvidados. El Viento Norte, cálido y envolvente, soplaba como una confidencia ancestral. A su lado, dos jóvenes que él había elegido, no por sangre sino por un hilo invisible de afinidad, caminaban ligeros. Verlos era abrir un mapa hacia el futuro, sembrar en la tierra la esperanza de una cosecha que trascendiera su propia existencia, que atara su nombre, y quizás el de otros (el viejo R, la memoria pública, los proyectos por venir), a una continuidad. Sentir la incipiente paternidad era anclar su alma a su cuerpo, a su edad, a una realidad que se sentía por fin sólida, desmintiendo años de vivir en un espejismo. Había una ternura potente allí, una promesa de construcción que era, lo sabía, una metamorfosis de otra energía más cruda, una alquimia del deseo.
Viento Norte restaurante, Cabra Corral


Pero el Dique también hablaba de pérdidas. Las piedras que debían portar la memoria tangible –las placas dedicadas a R. habían desaparecido. La historia se diluía sin sus anclas físicas. Comprendió, con una punzada, que recordar no era solo un acto mental, sino un hacer constante, un armar sitios, un esfuerzo político y afectivo para que el pasado no fuera solo aire. La paternidad con esos jóvenes se reveló entonces como un acto de resistencia contra el olvido y la desmemoria, personal y colectiva.

Sin embargo, una otra fuerza, un calor interno que no se sublimaba del todo en ternura o proyecto, lo arrastraba. Una necesidad primigenia lo empujaba hacia la ciudad, a un lugar de sombras conocido como el Laberinto de Carne. Este no era un templo de historias narradas en la pantalla, sino un teatro donde los cuerpos actuaban deseos mudos.

El Laberinto era un dispositivo, un artefacto diseñado con precisión cruel. Sus pasillos oscuros, sus rincones, el ritual del círculo de observadores, todo conspiraba para crear un espacio de escisión. Aquí, los cuerpos se tocaban, las bocas buscaban placer con destreza variada –una brusca, otra suave, ambas profundas–, los penes eran objetos de una liturgia sin nombre. Pero el encuentro era una ilusión. Al culminar el acto, cada cuerpo se levantaba y se disolvía en la penumbra sin un adiós, sin una mirada que prometiera un después. Era el reino del deseo fragmentado, donde la masculinidad se ponía a prueba en el acto solitario o compartido sin alma.


Para el hombre, este laberinto era también el campo de batalla de una herida antigua. La sombra de una relación de casi una década (con J) planeaba sobre él, un tiempo donde no había podido integrar su propio lado masculino, donde su deseo de ser activo, de que su potencia fuera reconocida y deseada en el otro, había quedado inexpresado. El Laberinto era el escenario donde intentaba, una y otra vez, actuar esa parte de sí mismo, buscar en la mirada o el gesto del otro la confirmación de una masculinidad que sentía incompleta. Pero la repetición anónima dejaba un eco de insatisfacción. Era una búsqueda sin encuentro final, un deseo que se alimentaba de su propia imposibilidad de completarse en un lazo.

Observándose en este ciclo, el hombre empezó a ver más allá de sus propias pulsiones. Comprendió que este Laberinto de Carne no era solo un lugar de vicio, sino un producto. Un dispositivo de dominación sutil. Al mantener los cuerpos separados del afecto, al promover la búsqueda individual y la descarga sin conexión, este espacio sostenía y reproducía el aislamiento y la fragmentación del sujeto. En un mundo que premia la individualidad y desmantela los lazos comunitarios, este tipo de sexualidad escindida se convertía en una herramienta más para mantener a los sujetos separados, absortos en su propia búsqueda insaciable, desconectados de la posibilidad de construir juntos –una vida, un proyecto, una memoria, o simplemente, un encuentro verdadero.

Pero algo se había movido en él. La represión que antes silenciaba su percepción cedía. La capacidad de nombrar la escisión, de analizar el dispositivo, de verse a sí mismo en esa dinámica –no solo como víctima, sino como partícipe– era una grieta que se abría. Era la "autorización" interna para mirar de frente su propio deseo complejo y las fuerzas que lo moldeaban. El "rascar, rascar" hasta encontrar una explicación era la pulsión de vida abriéndose paso en la oscuridad.

Y entonces, en un acto que desafió el patrón de la suposición y el miedo, tendió una mano diferente. Un mensaje a otro joven (M), una propuesta de encuentro fuera del Laberinto, una búsqueda de una conexión posible, no necesariamente la entrega total, pero sí un espacio donde el disfrute pudiera ir de la mano de la presencia mutua. Era un pequeño puente lanzado sobre el abismo de la escisión, un intento de la subjetividad por resistir al dispositivo de fragmentación, por reclamar la posibilidad de un lazo donde el cuerpo y, quizás, un atisbo de alma, pudieran encontrarse.

El hombre, el cartógrafo de sus propios deseos escindidos, seguía su viaje. Portaba la memoria húmeda del Dique, la semilla del proyecto trascendente, el anhelo de una paternidad que lo anclara. Pero también cargaba con las sombras del Laberinto de Carne, el eco de la búsqueda de una masculinidad aún por integrar del todo, y la lúcida comprensión de que su lucha más íntima –por la conexión, por la integridad del deseo, por una subjetividad no fragmentada– era, también, una batalla política. Y en su mano, ahora, tenía el hilo frágil pero persistente de la palabra y el coraje de buscar un encuentro que pudiera, quizás, coser algunos de los espejos rotos.



viernes, mayo 02, 2025

El río interior y sus afluentes eróticos: un viaje personal a través del duelo, la memoria musical y la reconfiguración de la masculinidad en los remansos del deseo.


La rotonda giraba, absorbiendo el sol matinal de Salta. En mis oídos, "Dancing Queen" tejía una burbuja sonora a mi alrededor. Pensé, mientras la melodía me envolvía como una segunda piel, en esa capacidad de la música para adherirse al alma, para convertirse en un vestuario invisible que colorea el paisaje interior. Es curioso, me dije, cómo estas canciones actúan como anclas, fijando momentos en la memoria, permitiéndome revisitar emociones con solo una nota. Quizás, en este tiempo de reconfiguración interna, aferrarme a estas melodías familiares es una forma de encontrar continuidad, un contrapunto a la sensación de estar a la deriva.

El sonido del río Juramento, constante y profundo, se filtraba por la ventanilla. Malko y Choco revoloteaban cerca, ajenos a mi ensimismamiento junto al puente. Una punzada de preocupación por el rasguño de Malko fue fugaz, eclipsada por la corriente de mis pensamientos. Diego, … su figura, un faro masculino durante años, ahora desdibujándose. Su declive, reflexioné, es un recordatorio palpable de la fragilidad de los modelos, de cómo incluso las figuras más sólidas se desvanecen con el tiempo. La muerte de mi padre, la de Ernesto… no solo pérdidas, sino también una liberación, un espacio vacío donde mi propia masculinidad debe encontrar su forma, sin la sombra de referentes inamovibles.

Recordé la bravuconería de los amigos de mi padre en aquella jornada de pesca. La exhibición de una masculinidad tosca, ajena a mi sensibilidad naciente. En ese entonces, pensé, mi deseo no encontraba asidero en ese mundo de varones. Esa distancia temprana moldeó mi identidad como un "otro". Hoy, quizás, ese "otro" encuentra más resonancia en el mundo.

Descubrí la madrejada, ese brazo tranquilo del río que se replegaba sobre sí mismo, creando un remanso bajo el puente. La filmé, atraído por su quietud. Y mi mente, inevitablemente, derivó hacia los encuentros recientes. Estos encuentros, me dije, en este tiempo de duelo, ¿no son acaso como esta madrejada? Un espacio aparte, un remanso donde la necesidad de contacto y placer busca su propio cauce.

M, volviendo después de años, depositando su deseo en mi boca. Sentí una inversión de roles, analicé, una reafirmación de mi propia capacidad de dar y recibir placer, una pequeña victoria en la renegociación de mi identidad masculina. Luego Augusto, fugaz e intenso, su boca devorándome en la cocina. La intensidad pura, pensé, una conexión física sin las ataduras del pasado o el futuro, una afirmación de mi atractivo y mi deseo. Y M, la juventud sin prejuicios, entregándose y recibiéndome con la misma libertad. La edad, constaté, dejaba de ser una barrera, abriendo nuevas posibilidades de conexión.

Estos encuentros, continué mi reflexión, son como exploraciones en un nuevo territorio emocional. No busco permanencia, sino la reafirmación de mi capacidad de desear y ser deseado, un contrapunto a la sensación de pérdida.

Mañana llegarán mis "hijitos". La palabra resonó en mi mente, cargada de un afecto particular. Con ellos, pensé, la libido toma un cariz diferente. No es la exhibición cruda y separadora del pasado, sino un lazo que une, que reconoce la igualdad en el deseo. En sus jóvenes cuerpos, en su afecto, quizás encuentre una forma de trascendencia, un legado afectivo que va más allá de la sangre.

El río seguía murmurando su canción ancestral. La madrejada, ese remanso tranquilo, reflejaba el cielo. Este río interior, pensé, con sus corrientes de duelo y sus pozos de deseo, está esculpiendo una nueva orilla para mi masculinidad. Una orilla más fluida, más honesta con mis propias necesidades y afectos, liberada de los modelos rígidos del pasado.