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Imagen: IA Gemini |
La noche había caído sobre la ciudad con esa lentitud opresiva de los días de invierno. Lautaro miraba su teléfono, la luz azulada iluminando su rostro cansado. El mensaje de Federico seguía ahí, clavado en la pantalla como un reproche silencioso: "Tu comentario no aporta, Lau. Solo genera un espacio gris".
Él había querido ser
irónico, jugar con las palabras como siempre hacía para protegerse. Pero una
vez más, su humor se había tropezado con la realidad, y ahora el malestar se
expandía entre ellos como una mancha de tinta.
"No era mi
intención, Fede",
escribió, sintiendo cómo las teclas del celular se hundían bajo sus
dedos. "Es solo… a veces siento que hablo en otro idioma. Que
nadie entiende lo que digo, o peor, que no quieren entenderlo".
Federico tardó en
responder. Lautaro imaginó su figura alta y serena, de pie en algún lugar entre
la cocina y el living, reflexionando con esa calma que tanto lo exasperaba.
Cuando al fin llegó la respuesta, era suave pero firme: "Lo sé,
Lau. Pero no se trata de que te entiendan, sino de que te escuches a vos mismo.
¿Qué querés decir en realidad?".
Lautaro apretó los
puños. Era fácil para Federico hablar desde su certeza, desde su lugar en el
mundo. Él, en cambio, llevaba años navegando entre identidades prestadas: el
hijo que no era, el gay que no encajaba ni siquiera entre los suyos, el hombre
que seguía buscando un lugar donde no tener que explicarse.
"Quiero dejar
de sentirme invisible",
escribió, y esta vez las palabras le ardieron en la garganta. "Quiero
que me miren sin que tengan que recordar primero qué soy. Sin que mi voz suene
como un ruido fuera de lugar".
El silencio que siguió
fue largo. Lautaro cerró los ojos, recordando las veces que había intentado
moldearse para ser aceptado, las veces que había fingido no ver las miradas
incómodas, los chistes disfrazados de preguntas.
Finalmente, Federico
respondió: "No podés controlar cómo te miran, Lau. Solo podés
elegir cómo estar frente a eso".
Era verdad. Y también
era insuficiente.
Afuera, la ciudad
seguía su ritmo indiferente. Lautaro se preguntó cuántos como él estarían en
ese mismo instante, tratando de descifrar el código secreto para ser queridos
sin condiciones.
"Voy a
intentarlo, Fede",
escribió, aunque no estaba seguro de qué significaba eso. Tal vez solo
significaba seguir adelante, un paso a la vez, cargando el peso de su
autenticidad como un farol en la oscuridad.
Federico le envió un
último mensaje: "Estoy acá, hermano. No estás solo".
Y por primera vez en
mucho tiempo, Lautaro permitió que esas palabras lo atravesaran sin
resistencia.
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