miércoles, mayo 28, 2025

La Noche junto al fuego y el Reencuentro con el Ser

 Cuento corto. Por Fernando Pequeño


La pantalla del teléfono de Virgi irradiaba un tenue resplandor en la penumbra de su apartamento porteño, mientras a miles de kilómetros, Fernando, envuelto en el abrazo gélido de una noche estrellada en Los Pozos, observaba las chispas que danzaban en la fogata. Un hilo invisible de recuerdos los unía, tensado por la distancia y el tiempo. "Tenían granada, pomelo, naranja, limón, lima y estaba cerquita del arroyo," escribió Virgi, y la imagen de esa huerta, fértil y generosa, se desplegó en la mente de Fernando.

"Yo sacaba leche a las vacas, veía carnear… de ahí me quedó un trauma," respondió Fernando, su voz escrita cargada de una honestidad cruda. La infancia, para ambos, había sido un crisol de experiencias disímiles y a la vez extrañamente convergentes. Virgi, la "cenicienta" de la cocina, se definía por sus habilidades culinarias aprendidas de su abuela, pero también por sus aversiones viscerales: la chanfaina, la polenta dura, las empanadas con pasas. En cada rechazo, en cada "guácala," se gestaba una identidad que se negaba a lo preestablecido. Fernando, por su parte, recordaba las tunas, las manos "enjanadas" y la crudeza de la vida rural, un entorno que lo obligó a confrontar la vida y la muerte desde temprano.

Pero fue en el dolor compartido donde sus memorias se entrelazaron de forma más profunda. Virgi, con la candidez de una niña, lloraba por las vaquitas que conocía por su nombre, las "Carita pintadita" o "Rosadita," destinadas a ser carneadas para alimentar a la familia. Su trauma, su "maricona" reacción, como ella misma la llamaba, resonó en Fernando. "También sufría igual que vos. Nos interceptamos en las cosas que nos producían dolor también," le confesó, conmovido. Esa empatía revelaba la fragilidad que, sin saberlo, los unía desde siempre. Era un reconocimiento de que, a pesar de las apariencias, sus corazones de niños habían latido con la misma sensibilidad.

El diálogo, sin embargo, trascendió la mera evocación para adentrarse en la reconstrucción de sus identidades. Virgi, con la audacia que la caracteriza, le pidió a Fernando: "no me digas chiquitito, dime chiquitite. Ven, te estás metiendo con mi masculinidad dentro de mi mujer transante." En ese instante, la pantalla se iluminó con la valentía de una mujer que se nombra, que se apropia de su ser. Su identidad trans no era una adición reciente, sino una verdad que su abuela Juana, con su amor incondicional, ya había intuido y fomentado. "Ella me hizo trans," afirmó Virgi, recordando cómo su abuela la alentaba a las labores del hogar, a ser "el gordo" de la casa, diferente a sus primos varones. Esa aceptación temprana fue el caldo de cultivo para la libertad de ser quien es.

Fernando, por su parte, se reconoció en esa misma senda de descubrimiento. "Cómo vamos cambiando, ¿no, Virg? Qué bárbaro. Cómo va como aflorando nuestra diversidad." Su propia identidad gay, aunque no explícitamente mencionada en su desarrollo en el diálogo, se vislumbraba en el eco de ese "afloramiento." La anécdota de dejar de pescar con su padre, de devolver los peces al río, era un símbolo de una sensibilidad que buscaba un camino propio, diferente a las expectativas impuestas por el mundo rural y la masculinidad tradicional. En esa sutil rebeldía, se revelaba una parte de su ser que buscaba expresión.

La distancia física se disolvía a medida que sus palabras construían puentes. La huertita, las vizcachas, el río Castellanos con su doble faz —temible y deleitable—, las costumbres de sus abuelas, las diferencias de clase social que Virgi señalaba con picardía ("Nosotros éramos pobres y tú eras clase media"), todo contribuía a moldear un pasado compartido. La coincidencia de que los padres de ambos se conocieran, que el abuelo de Virgi hablara de "Pequeño" Ragone, el padre de Fernando, en las marcadas de ganado, añadió una capa de destino a su amistad. Sus raíces, profundamente clavadas en esa tierra, los habían traído de vuelta el uno al otro, permitiéndoles honrar sus historias y las identidades que habían cultivado en el camino.

Mientras Virgi apagaba la luz y Fernando observaba las últimas brasas de la fogata, la conversación había hecho algo más que revivir recuerdos. Había reafirmado quienes eran, individual y colectivamente. En la noche, bajo el manto de las luciérnagas y las estrellas, dos almas se habían reencontrado, reconstruyendo su memoria y celebrando las identidades que el campo, con su rudeza y su ternura, les había ayudado a forjar.

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