Cuento corto. Por Fernando Pequeño
"Yo sacaba leche a las vacas, veía carnear… de ahí me
quedó un trauma," respondió Fernando, su voz escrita cargada de una
honestidad cruda. La infancia, para ambos, había sido un crisol de experiencias
disímiles y a la vez extrañamente convergentes. Virgi, la
"cenicienta" de la cocina, se definía por sus habilidades culinarias
aprendidas de su abuela, pero también por sus aversiones viscerales: la
chanfaina, la polenta dura, las empanadas con pasas. En cada rechazo, en cada
"guácala," se gestaba una identidad que se negaba a lo
preestablecido. Fernando, por su parte, recordaba las tunas, las manos
"enjanadas" y la crudeza de la vida rural, un entorno que lo obligó a
confrontar la vida y la muerte desde temprano.
Pero fue en el dolor compartido donde sus memorias se
entrelazaron de forma más profunda. Virgi, con la candidez de una niña, lloraba
por las vaquitas que conocía por su nombre, las "Carita pintadita" o
"Rosadita," destinadas a ser carneadas para alimentar a la familia.
Su trauma, su "maricona" reacción, como ella misma la llamaba, resonó
en Fernando. "También sufría igual que vos. Nos interceptamos en las cosas
que nos producían dolor también," le confesó, conmovido. Esa empatía
revelaba la fragilidad que, sin saberlo, los unía desde siempre. Era un
reconocimiento de que, a pesar de las apariencias, sus corazones de niños
habían latido con la misma sensibilidad.
El diálogo, sin embargo, trascendió la mera evocación para
adentrarse en la reconstrucción de sus identidades. Virgi, con la audacia que
la caracteriza, le pidió a Fernando: "no me digas chiquitito, dime
chiquitite. Ven, te estás metiendo con mi masculinidad dentro de mi mujer
transante." En ese instante, la pantalla se iluminó con la valentía de una
mujer que se nombra, que se apropia de su ser. Su identidad trans no era una
adición reciente, sino una verdad que su abuela Juana, con su amor incondicional,
ya había intuido y fomentado. "Ella me hizo trans," afirmó Virgi,
recordando cómo su abuela la alentaba a las labores del hogar, a ser "el
gordo" de la casa, diferente a sus primos varones. Esa aceptación temprana
fue el caldo de cultivo para la libertad de ser quien es.
Fernando, por su parte, se reconoció en esa misma senda de
descubrimiento. "Cómo vamos cambiando, ¿no, Virg? Qué bárbaro. Cómo va
como aflorando nuestra diversidad." Su propia identidad gay, aunque no
explícitamente mencionada en su desarrollo en el diálogo, se vislumbraba en el
eco de ese "afloramiento." La anécdota de dejar de pescar con su
padre, de devolver los peces al río, era un símbolo de una sensibilidad que
buscaba un camino propio, diferente a las expectativas impuestas por el mundo
rural y la masculinidad tradicional. En esa sutil rebeldía, se revelaba una
parte de su ser que buscaba expresión.
La distancia física se disolvía a medida que sus palabras
construían puentes. La huertita, las vizcachas, el río Castellanos con su doble
faz —temible y deleitable—, las costumbres de sus abuelas, las diferencias de
clase social que Virgi señalaba con picardía ("Nosotros éramos pobres y tú
eras clase media"), todo contribuía a moldear un pasado compartido. La
coincidencia de que los padres de ambos se conocieran, que el abuelo de Virgi
hablara de "Pequeño" Ragone, el padre de Fernando, en las marcadas de
ganado, añadió una capa de destino a su amistad. Sus raíces, profundamente
clavadas en esa tierra, los habían traído de vuelta el uno al otro,
permitiéndoles honrar sus historias y las identidades que habían cultivado en
el camino.
Mientras Virgi apagaba la luz y Fernando observaba las
últimas brasas de la fogata, la conversación había hecho algo más que revivir
recuerdos. Había reafirmado quienes eran, individual y colectivamente. En la
noche, bajo el manto de las luciérnagas y las estrellas, dos almas se habían
reencontrado, reconstruyendo su memoria y celebrando las identidades que el
campo, con su rudeza y su ternura, les había ayudado a forjar.