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La laguna
siguió siendo testigo. A veces, cuando el sol se filtra entre las nubes, sus
aguas reflejan dos figuras que ya no caminan en silencio, sino que discuten,
ríen y, en raras ocasiones, se rozan las manos sin pedir permiso. El chajá
sigue gritando. Los árboles susurran secretos ancestrales. Y en algún lugar
entre lo sagrado y lo terrenal, un límite comienza a resquebrajarse.
I. El Caminar de las Sombras
La laguna del Chaco era un ojo abierto en la tierra, observando sin pestañear a Agustín y Teo mientras avanzaban por la senda. Los quebrachos, con sus troncos retorcidos como brazos suplicantes, parecían inclinarse para escuchar. Agustín había ensayado este momento durante semanas, pero ahora, bajo el cielo nublado que rasgaba el sol en destellos fugaces, las palabras le quemaban la garganta.
Teo caminaba a su lado, impecable en su rol de guía espiritual. Hablaba de la energía cósmica que fluye cuando el hombre se despoja de sus máscaras, mientras sus manos dibujaban círculos en el aire. Agustín contaba cada una de sus metáforas vacías: "autorizarse, aparecer, sentir". Eran las mismas que usaba en los retiros de varones, donde abrazaba a otros hombres con la excusa de sanar heridas ancestrales.
—Teo —interrumpió Agustín, deteniéndose frente a un lapacho cuyas flores rosadas caían como lágrimas—. Necesito decirte algo.
El viento se llevó sus últimas dudas.
II. La Confesión como Ritual
—Me atraés —dijo, clavando la mirada en el pecho desnudo de Teo, donde un colgante de cuarzo brillaba bajo la luz intermitente—. Pero no es solo sexual. Es... una conexión que no entiendo.
Teo no apartó los ojos. Su sonrisa fue un puente levadizo que se cerraba.
—¿Transferencia? —preguntó, usando el término psicoanalístico como escudo—. En los grupos, a veces proyectamos en otros lo que no vemos en nosotros.
Agustín sintió el suelo moverse. No era transferencia: era el eco de todos los hombres heterosexuales que lo habían mirado con curiosidad en los vestuarios, en los bares, en las esquinas oscuras de su memoria. Hombres que jugaban a acariciar el abismo sin caer.
—He analizado esto —continuó, las palabras saliendo en ráfagas—. Sé que idealizo tu autenticidad, tu... tu forma de habitar el mundo sin miedo. Pero también sé que esta fantasía me castra.
Usó la palabra deliberadamente: castra. La misma que Teo empleaba en sus talleres para hablar de "la sociedad que nos emascula".
III. El Laberinto de los Cuerpos
Teo posó una mano en su hombro. El contacto era idéntico al de los retiros: firme, fraternal, calculado para no traspasar el umbral de lo sagrado.
—¿Por qué necesita esto una definición? —dijo, su voz un mantra—. Lo que hay entre nosotros es un organismo vivo, no un contrato.
Agustín recordó entonces a Rebeca. La había visto una vez, en una foto donde Teo la abrazaba con la misma intensidad con que abrazaba a los hombres del círculo. "Con ella tampoco puedo tener sexo cuando quiero", había confesado Teo, como si la abstinencia fuera un mérito espiritual.
—¿Y si lo sexual es parte del organismo? —replicó Agustín, desafiando el colgante de cuarzo que ahora le parecía un centinela—. Tú dices que todo es energía, ¿no? Pues esto también lo es.
El sol se ocultó. Un grupo de chajás cruzó el cielo, sus gritos perforando el silencio.
IV. Los Límites como Espinas
Teo dio un paso atrás. Su rostro de héroe griego se crispó en una mueca que Agustín nunca le había visto:
—¿Sabes por qué trabajo tanto en estos grupos? —preguntó, mirando la laguna—. Porque mi padre me abrazaba sólo cuando ganaba trofeos.
La confesión cayó como una piedra. Agustín sintió una mezcla de triunfo y terror: había logrado romper el mármol, pero ahora la grieta mostraba algo frágil, casi infantil.
—Yo no quiero trofeos —susurró—. Quiero...
No terminó la frase. Teo ya lo abrazaba, pero esta vez diferente: sus manos temblaban en la espalda de Agustín, sus dedos se hundían en la carne como buscando anclaje. El cuarzo helado del colgante se incrustó en el esternón de Agustín, marcándole la piel.
V. Las Tres Semanas de Ausencia
No se vieron por veintiún días. Agustín pasó las noches diseccionando cada gesto: el temblor de las manos de Teo, el susurro de "no podemos" que sonó más a plegaria que a prohibición. En Instagram, Teo publicó una foto meditando al borde de la laguna, el torso desnudo brillando bajo un sol que Agustín juró haber visto sólo en sus sueños.
En la biblioteca pública de Resistencia, entre libros de Freud y Marcuse, Agustín encontró una cita subrayada: "El deseo prohibido no es el que se niega, sino el que se ritualiza para no ser vivido". Esa noche soñó que Teo dirigía un círculo de hombres desnudos, todos con colgantes de cuarzo, todos repitiendo "autorizarse, aparecer, sentir" mientras las flores de lapacho se convertían en gotas de sangre.
VI. El Regreso al Espejo
El reencuentro fue en el mismo sendero, pero la laguna ahora reflejaba un cielo teñido de púrpura. Teo llegó con huellas de insomnio y una camisa abierta que mostraba el cuarzo brillando sobre vello rubio.
—Rebeca me dejó —anunció, sin preámbulos—. Dijo que uso la espiritualidad para esconderme.
Agustín no se movió. Un chajá aterrizó cerca, clavando su pico rojo en el lodo.
—¿Y vos qué creés? —preguntó, sabiendo la respuesta.
Teo miró hacia el agua. En el reflejo, sus cuerpos parecían fundirse con los árboles ancestrales.
—Creo que tengo miedo de que esto —señaló el espacio entre ellos— sea más grande que mis enseñanzas.
VII. El Ritual Quebrado
Fue Agustín quien cerró la distancia esta vez. Sus labios rozaron la cicatriz que Teo tenía sobre el labio, resto de una pelea adolescente que nunca había contado. No hubo beso, pero el contacto duró lo suficiente para que el colgante de cuarzo se calentara entre sus pieles.
—¿Ves? —murmuró Agustín—. El límite también es un lugar.
Teo no se apartó. Sus manos encontraron las caderas de Agustín, no para empujar, sino para sostener. Alrededor, los quebrachos susurraban en una lengua muerta.
VIII. Los Cuerpos como Mapas
No hicieron el amor. No cruzaron la línea que Teo llamaba "sagrada". Pero esa tarde, al separarse, hubo un pacto nuevo: dejar de usar a Rebeca como escudo, dejar de citar a Freud como profeta.
En las semanas siguientes, comenzaron a caminar la laguna en silencio cómplice. A veces, cuando la luz atravesaba las nubes, Agustín veía en los ojos de Teo un destello de aquel chico que peleaba por trofeos vacíos. Otras veces, eran sólo dos hombres hermosos y perdidos, mapeando con sus pasos la frontera movediza entre el deseo y el dogma.
La laguna sigue ahí, testigo de cuerpos que aprenden a hablar sin sermones. Los
chajás siguen gritando advertencias que nadie entiende. Y en algún lugar entre
el cuarzo y las flores de lapacho, un colgante yace enterrado, esperando que
nuevos hombres vengan a desenterrar sus propios límites.